Siempre me ha gustado bailar.
Desde bien pequeña quise hacer ballet clásico, como la mayoría de las niñas,
supongo. Me hubiese encantado verme con un moño despeinado y un tutú rosa como
una princesita. Pero claro, como buena española, sustituí el nunca usado tutú
por una falda negra con vuelo, el maillot rosa por uno de color oscuro y los
zapatos de ballet que nunca tuve, por unos tacones de flamenca. Diez años
después, justo cuando llegó el día en el que teníamos que poner nombre a
nuestro “Cuadro Flamenco” abandoné aquella pasión por otra, esta vez,
profesional. Volví a retomarla al tiempo aunque solo durante un año, y sé que
algún día volveré, pues las tapas de mis últimos zapatos de tacón aún no están
lo suficientemente gastadas.
Dejando un lado aquella pasión,
siempre he bailado cuando se me ha dado la oportunidad: en discotecas, en
fiestas, en la verbena de fin de curso, e incluso delante de mi familia en los
malos momentos para que rieran sin parar. Y mi hermana, por supuesto, siempre
ha sido mi compañera de vida en esto y en todo. Sin duda mi coreografía
favorita es la que bailoteo en casa sin que nadie me vea. Subo la música a
volumen máximo por unos minutos y recorro la estancia dando saltos sin parar.
Eso sí, hasta hace relativo poco
tiempo, he de decir que tenía un baile frustrado. Un baile que nunca llegué a
hacer por las consecuencias que acarreaba. Cuando eres joven, ves películas en las que el chico lleva a la chica de la mano al
baile de fin de curso. Pero en mi colegio, nunca hubo tal baile, y si lo
hubiera habido, no creo que me gustase ningún acompañante de mi clase. Siempre
me fijé en los chicos mayores, aquellos que estaban en cuarto de E.S.O. cuando
yo estaba en primero. Y hubiese sido muy improbable que un chico mayor hubiese
querido llevar al hipotético baile a una chiquilla sin parecer su hermana
pequeña. En esas edades los años se notan demasiado. Hoy por hoy, nada.
En las discotecas de antaño,
había una hora concreta, creo recordar que las doce de la noche, cuando la
música bailable paraba en seco y empezaba a sonar la música lenta. En ese
momento la gente comenzaba a dividirse en dos. Los que atacaban a la primera
presa que se pusiese en su camino con un baile lento mientras sobrevenía el forzoso e ineludible
beso, y los que salíamos fuera de aquél antro a que nos diese un poco el aire.
Nunca esperé a que nadie quisiese bailar conmigo. Cambiaba la música y me
escabullía entre las parejas. Así pasó el tiempo, y nunca tuve ese momento de
estar con alguien, cerca, hablando tranquilamente al son de la música sin que
un reglamentario beso hiciese su aparición en aquel instante y rompiese esa
magia creada entre dos personas, esa tensión que tanto me apasiona.
Pasaron los años, y en un
precioso e inolvidable viaje a bordo de un crucero que surcaba el Mar del Norte, conocí a alguien. No fue
una persona que llamase mi atención a primera vista, pero sí alguien con quien
podía comunicarme en mi mismo idioma, porque a pesar de ser italiano, hablaba
bastante bien español. Además si alguna palabra se le escapaba, la decía en su idioma, o buscábamos cómo
entendernos en inglés. En una semana, se creó una conexión extraña, nada que
ver con la que se establece cuando te gusta alguien, pero tampoco la que sueles
tener con un desconocido. A día de hoy no sabría cómo definirla.
Se celebraba en el barco una
fiesta llamada “La Bella Italia”, y los chicos que la organizaban nos
recibieron a mis amigas y a mí con una rosa roja hecha de papel y un beso en la
mejilla. Alguno se llevó más de un beso, aunque ninguno que sobrepasara la inocencia.
Hubo un momento en el que una melodía sensiblera comenzó a sonar en el gran
salón de espejos y suelo de parqué, y unas cuantas parejas salieron a la pista
a bailar. Algunos tenían experiencia de años, otros no tanto. La mayoría eran matrimonios
de gente mayor que revivían sus bailes de fin de curso con la misma pareja de
entonces.
Desde mi privilegiada situación
observé a aquellas personas meciéndose al son de la música rememorando años en
los que no quería que nadie me sacase a bailar. Ahora la cosa había cambiado. Deseaba con todas mis fuerzas que alguien me tendiese la mano y…
De repente, aquel joven con el
que había sentido la “extraña conexión” pareció leer mi mente desde el otro
lado de la pista de baile. Vino hacia mí, me sacó a bailar y me levanté sin
dudar. Me marcó los pasos los primeros cinco segundos, y el resto surgió solo.
¡Aquella bailarina frustrada había desaparecido!
Conversamos animadamente los
minutos que duró la canción de temas que ni siquiera me hubiera atrevido a
hablar con alguien a quién no conozco. Me contó una fatídica experiencia que le
ocurrió un año atrás, y dimos las gracias por estar allí en aquel momento,
bailando, aunque fuese la última noche que nos viésemos. Su templanza, su saber
estar, su elegancia, y su voz pausada con aquel acento italiano, hicieron del
“baile frustrado” el “baile ideal”, el mejor que podría haber soñado hasta el
momento.
La canción finalizó, nuestros
pies se pararon, me acompañó a mi asiento, besó mi mano y nos despedimos hasta
siempre. Diez años nos separaban, y aún así, se hubiese notado menos que el
rango de edad entre una niña, y un chico cuatro años mayor.
Las cosas a su tiempo. Incluso el
primer baile.