Las tardes de otoño pasan con una
rapidez escalofriante, sin embargo no echo de menos el cambio horario para el
que quedan dos semanas escasas. Hoy ha llovido todo lo que no ha llovido en los
pasados meses. Una nube negra cerraba el cielo, y no se distinguía entre el
agua del mar y la enorme nube sombría. Son tardes en las que te apetece salir
al porche de casa y admirar los destellos violáceos de los relámpagos en el
horizonte, arañando el mar.
Desde hace un tiempo, cuando me
da por pensar la siguiente frase: “Esto es uno de los grandes placeres de la
vida”, me respondo rápidamente a mi misma: “No dejes de hacerlo”. Y lo hago. En
ese momento o en el que se me dé la oportunidad. Así que hoy, he sustituido mi
Earl Grey por un té English Breakfast, aunque me encontrase en horario de
merienda y no de desayuno, y no he dudado en sentarme en un cómodo sillón del
soportal de madera que da al jardín, mientras se me aceleraba el corazón cada
vez que veía un relámpago o escuchaba un trueno.
Hace unos días informándome sobre
mi nuevo hábito saludable, el running, leí que las carreras nunca se suspenden
cuando las condiciones meteorológicas son desafortunadas. Y por ello, es mejor
que no dejes tu entrenamiento los días de lluvia, porque así, cuando llegue el
día que tengas que correr 8 kilómetros junto a 25.000 personas, no te pillará
de sorpresa, y será un factor más que tengas controlado. Si ya sabes lo que se
experimenta al correr en un día lluvioso, será un escalón menos que tengas que
subir en día del juicio final, en el que los nervios ya tienen un papel
bastante importante.
Con el té en mano, casi a
temperatura de lava volcánica, volvió a mi cabeza aquella reflexión: “No
importa lo pausado que te encamines, lo importante es seguir avanzando” y de
repente, un escarabajo volador, característico de los días de lluvia, pasó
frente a mí y abandonó el porche sin hacer escala en el área de resguardo, para
ponerse a revolotear bajo la lluvia. Lo observé desconcertada durante un par de
minutos. Tan pronto colisionaba contra el suelo como emprendía el vuelo de
nuevo a pesar de la enorme cantidad de agua que caía sobre su diminuto cuerpo.
Inesperadamente, tres escarabajos
más volvieron a pasar por delante de mí para agregarse a su compañero en esa
danza bajo la lluvia que parece ser que sólo ellos entendían. Los imaginé
cantando “Singin´ in the rain” como Gene Kelly en aquella grandiosa película de
los 50. Demasiada imaginación la mía.
Parece ser que mi repentina risa
provocó que más de una decena de nuevos escarabajos se unieran al baile. El sonido de los tropiezos contra
el pavimento mezclado con el tintineo de la lluvia, el tronar de la tormenta y
el arremeter de las olas contra el espigón, me hicieron darme cuenta lo
importante que es disfrutar de esos momentos únicos.
Debajo de las flores del
campanero, tres abejas tarareaban un nuevo cántico de flor en flor y nada más
acabar el té, me levanté de un salto. ¿Por qué yo no? Corrí a la habitación, me
calcé los zapatos de deporte, me puse un top y unas mallas y no olvidé mi nuevo
cortavientos impermeable, aún a estrenar. Subí la capucha y eché a correr.
Por el camino me crucé con una
cuadrilla de escarabajos que parecían estar buscando el punto de encuentro del
guateque. Lo estábamos pasando genial. Tal vez debí haberlos indicado.
Activé mi gps y sustituí el ya lejano “Singin´in the rain” por la música motivadora de mi reproductor, a medida que iba aumentando el kilometraje. En ese preciso momento, no hay nada que importe más de lo que estás haciendo. Correr. Los pequeños o grandes problemas de tu alrededor desaparecen y te sientes una minúscula alma llena de libertad desafiando a la tormenta. Te sientes como esos escarabajos volando al atardecer.
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